viernes, 27 de junio de 2014

Homilía del Arzobispo de Oviedo en la Jira al Sagrado Corazón del 2013




Homilía del Arzobispo de Oviedo en la Jira al Sagrado Corazón. 
Monte Naranco. Oviedo



Cuando por primera vez me invitó Purita de la Riva a presidir la santa Misa en este lugar, me dijo una palabra que yo no conocía: “acompáñenos a la Jira del Sagrado Corazón”. ¿Una “jira”? Busqué en el Diccionario de la Lengua Española y leí esta definición: “banquete o merienda, especialmente campestres, entre amigos, con regocijo y bulla”. ¡Caramba –me dije–, cuando la vi relacionada con una romería en honor al Corazón de Jesús! Y entonces, sencillamente, pregunté, y me explicaron que la “jira” es un modo popular de irse de campo con gente cercana, y concluir así algún tipo de festejo social e incluso religioso. No se trata de vagar por vagar por esos mundos de Dios, sino ponerse en marcha a donde vale la pena llegar sabiendo que al final de ese camino somos bendecidos por Dios. 


Desde hace ya varios años en Oviedo, se hace una de estas "jiras" peregrinando hasta este altozano especial del monte Naranco, el Picu el Paisanu, precioso balcón sobre la vetusta ciudad. Abajo quedan las calles y plazuelas, con el ruido de la ciudad moderna y la prisa de gente que viene y va. Subiendo nos topamos con dos monumentos emblemáticos que nos saludan desde la majestad de sus siglos con lo mejor del arte prerrománico. Santa María del Naranco y San Miguel de Lillo son el recordatorio de nuestros ancestros creyentes cuyas sillerías de piedra han visto pasar tantas generaciones cristianas. Es la solera de una fe que ha ido haciéndose historia a través de los tiempos con sus inclemencias y sus bondades, permaneciendo enhiestos en ese rincón geográfico a media ladera.

El monumento al Sagrado Corazón de Jesús que corona el monte Naranco, fue iniciativa de los PP. Vega y Vilariño, jesuitas, levantándose con la ayuda económica de los fieles. En 1963 se colocó la primera piedra del monumento, extraída de las montañas del Santuario de Covadonga. En la base de la estatua se encuentran bolsas de tierra de todos los concejos asturianos como haciendo presente el terruño de todo el Principado. El entusiasmo admirable de Purita de la Riva, ha puesto música y letra en esta entrañable cita llegando el segundo domingo de junio.

La jira se celebra en el mes que está tradicionalmente dedicado al Corazón de Jesús, el domingo siguiente a la festividad del Sagrado Corazón que tuvo lugar el viernes pasado. Se trata de una devoción cristiana representa la imagen acabada de las entrañas de Dios, y sus latidos son la canción más osada y divinamente excesiva, de cómo siempre nos espera asomado a la ventana de la misericordia a que volvamos de todos nuestros caminos pródigos, de cómo jamás se escandaliza de nuestras torpezas y debilidades, de cómo nos quiere Él más que nadie y después de todos. Dios tiene buen Corazón. Él ha querido latir humanamente nuestros pálpitos, y al hacerse hombre sin dejar de ser Dios, ha asumido en su propio pecho lo que en el nuestro anida con los latidos de la alegría más gozosa o la pena más negra. Pidamos la gracia de entenderlo y vivirlo, de recostarnos a su lado como Juan para encontrar la paz y la fortaleza que sólo Él ha prometido y sólo Él nos concederá.

Ir de “jira”  hasta este lugar ovetense que tiene a sus pies la tierra de toda Asturias, y construido con la piedra de Covadonga, es allegarnos con gozo hasta lo más medular de nuestra devoción cristiana. Desde hace más de treinta años se sube al monte Naranco, para admirar el gesto de esa bendita imagen que nos abraza y bendice, y así celebrar la santa Misa. Luego la comida campestre, si el tiempo lo permite y que este año está como está, remata un modo hermoso de compartir tantas cosas que nos hacen hermanos, amigos, y como dice la definición, lo expresaremos con bulla y con alegría.

En el Evangelio que acabamos de escuchar, se nos da un verdadero mensaje que entronca con cuanto de jira a este lugar mirando al Corazón de Jesús podemos nosotros también recibir.

¡Cuántos recodos del camino Jesús pudo atisbar en aquella larga subida a Jerusalén! En cada rincón una historia, en cada tramo una palabra que decir o un gesto que ofrendar. Lo cierto es que no hubo ninguna lágrima cuyo llanto le pasara desapercibido, no hubo tampoco ninguna alegría con cuyo gozo Él no supiera brindar. Y así fue pasando por las plazas, las callejuelas, las aldeas y villorrios, las ciudades con su imponencia, y en cada sitio una especie de pretexto para poder decir palabras vivas que no engañan, o para mostrar con dulzura un signo que a milagro sabía.

La escena que este domingo nos relata el Evangelio nos abre a una realidad tan dura como cotidiana. Una pobre mujer, viuda, cuyo único hijo iban a enterrar. Nos dice el texto que un gentío considerable de la ciudad la acompañaba. También Jesús, que se cruza con esa fatal comitiva, iba acompañado de sus discípulos y mucho gentío. Era el vaivén de dos muchedumbres: unos siguen al novedoso Maestro entre el entusiasmo y la euforia de cuanto en Él van descubriendo, otros siguen a la viuda que era madre de aquel joven difunto entre la tristeza más difícil de entender y consolar.

Dos gentíos que tienen andaduras diferentes, pero que se encuentran cuando la mirada de Jesús alcanza los ojos llorosos de aquella mujer. “No llores”, le dijo sintiendo el dolor lastimero de semejante cortejo fúnebre. El camino al cementerio de pronto se detuvo, y parado el duelo actuará el Maestro. Se quedarían en suspenso, como sorprendidos por semejante lance, presos tal vez de la extrañeza y hasta del miedo, cuando vieron a Jesús tocar el féretro y comenzar a hablar con el muerto.

El imperativo cayó fulminante sobre aquel despojo humano sin vida ya, y como una orden creadora de la primera mañana, aquel joven obedeció. Como obedeció la luz cuando fue convocada, o al agua se le dijo que vivaracha saltara, o las estrellas lejanas, la luna y el sol que secundaron la encomienda que se les impuso de alumbrarnos y guiarnos. “Levántate”, le dijo al muchacho, y él se levantó. Todos quedaron sobrecogidos, nos dice el cronista evangélico de aquel cruce de caminos entre la esperanza sobrevenida y la temida desesperación.

Hoy pueden ser otros los signos de la muerte, y tal vez sean también distintas las razones de nuestros llantos, pero también a nosotros se acerca Jesús de mil maneras. Conmovido por nuestras derivas que terminan en oscuridad y en duelo, nos invita a no llorar, a ponernos en pie y a caminar. El encuentro entre este Maestro y nosotros acontece en los vaivenes de nuestras encrucijadas, y también a nosotros se nos dice lo que a aquel joven: se pueden morir tantas cosas, pero la última palabra la tiene siempre la vida, y eso es lo que se nos da como don inmerecido, como una gracia que acaricia nuestro dolor para volver a empezar nuevamente cada día.



       + Fr. Jesús Sanz Montes, ofm
          Arzobispo de Oviedo
             9 de junio de 2013

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