En el amanecer del 9 de diciembre de 1531, en el cerro del Tepeyac, la luz de Dios irrumpió en la historia de un pueblo con el dulce nombre de María. La Virgen Santísima se apareció a san Juan Diego, un humilde indígena, presentándose como “la perfecta siempre Virgen Santa María, Madre del verdaderísimo Dios”. Este encuentro no fue un hecho aislado, sino el inicio de un diálogo misericordioso entre el cielo y la tierra, destinado a plasmar el rostro maternal de la Iglesia en el continente americano. Con ternura de Madre, pidió que se le construyera un templo, un lugar donde mostrar y dar todo su amor, compasión, auxilio y defensa.
El mensaje de Guadalupe es una perenne invitación a la fe y a la unidad. Al imprimir su imagen sagrada en la tilma de Juan Diego, no solo dejó un signo portentoso para el obispo Zumárraga, sino un evangelio encarnado en cultura. En esa imagen, llena de simbolismo teológico, se presenta como la Mujer del Apocalipsis, vestida de sol y con la luna bajo sus pies, anunciando a Cristo, la Luz del mundo, que vence las tinieblas. Su rostro mestizo y su posición de oración son un puente que une dos mundos, proclamando que en Cristo no hay división y que la fe purifica y eleva toda cultura auténtica.