En el Credo confesamos que Jesús, muerto y sepultado, al tercer día resucitó de entre los muertos. Cristo ya no está en el lugar de los muertos. Su cuerpo enterrado el Viernes Santo ya no halla en el sepulcro frío y oscuro, donde las mujeres lo buscan al despuntar el primer día de la semana.
¡Cristo vive! Esta es la gran verdad que llena de contenido nuestra fe desde el Domingo de Pascua de Resurrección. Jesús ha resucitado. Ha triunfado sobre el pecado y la muerte. Cristo vive glorioso junto a Dios. Su resurrección es el paso a una vida gloriosa e inmortal. La resurrección de Cristo es la clave para interpretar toda su vida y también el fundamento de nuestra fe cristiana. Sin esa victoria sobre la muerte, dice San Pablo, nuestra fe estaría vacía de contenido. La resurrección de Jesús nos revela que Dios no abandona a la humanidad ni su creación. Y, porque Cristo ha resucitado, es posible un mundo más fraterno, más justo, más dichoso, un mundo según el deseo de Dios.
Es importante recordarlo en tiempos de pesimismo social y eclesial. Existe hoy en la Iglesia y en la sociedad, una tendencia bastante generalizada a creer que la oscuridad es más espesa que la luz. Que la increencia es más fuerte que la fe. Que la corrupción es más fuerte que la honradez. Que la mentira es más poderosa que la verdad. Que la esclavitud es más fuerte que la libertad. Que el egoísmo es más potente que el amor. Que la tristeza es más persistente que la alegría. Que el pecado es más vigoroso que la gracia.
Pues bien: sucumbir a esta tendencia equivale, en la práctica, a negar la resurrección de Jesucristo. Porque creer que Cristo ha resucitado significa que él ha inyectado en el corazón de la historia un fermento, una levadura, un brote de vida, que nada ni nadie podrá apagar.
*Obispo de Segorbe-Castellón
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