Manuel Lozano Garrido
Signo nº 999, 21 de marzo de 1959
Es bueno y humano eso de ir por la calle a nuestros asuntos y de pronto, a la vuelta de la esquina, encontrarse con los ojos grandes y expresivos de un Cristo que nos mira con gesto de súplica, de comprensión y de llamada a la responsabilidad. La Semana Santa callejera es como un acto extremo del amor de Dios, que nos zanja el camino y pone ante la cara el espejo desnudo de nuestra interioridad.
Desde este límite concreto que es el pecho y las espaldas, la cabeza y los pies de un hombre, es impresionante que uno pueda sentir la liberación de su naturaleza tocando con las yemas de los dedos el dolor, el sacrificio, la abnegación y el amor preciso de un Dios que empezó por sudar como cualquiera en una carpintería y que, como nosotros, clavó sus dientes sobre la grata corteza del pan de cada hora. Hoy, uno acaricia estas palabras: “salvación”, “vida eterna”, “felicidad”, y al fin siente la alegría de un patrimonio muy grande y algo que hay ya a la mano si no lo echamos a pique con cualquier malversación estúpida. La Redención es así el negocio más redondo, aunque, como en todas las inversiones, haya de contribuirse con la cooperación y la actividad propias. Ante el suplicio que tuvo como cima el calvero del Gólgota, y más aún la superación del hecho por la marca divina del protagonista, poco puede haber de renuncia si a nosotros se nos exige una colaboración en forma de vida permanente de gracia.
Un suceso histórico es como la recolección de hechos cuya germinación se ha cuidado de ir dirigiendo hacia ese punto de madurez. En este plano, como recapitulación y consecuencia, a la Redención habría que ponerla en el límite de la Humanidad, cerrando el cataclismo de los mundos, porque lo mismo se arroga la santidad de un hombre sin edades que el daño de la bacanal de los Césares, el escamoteo actual de los derechos humanos o la esclavitud técnica de un ser del futuro. La pasión se recrudece en toda claudicación de una vida responsable, sea de hoy o de mañana, y la tortura se amplía a ese organismo colosal que es su Cuerpo Místico. Hasta qué punto nuestras faltas tienen un sello de crimen, sólo pueden enseñarlo las manos, la frente y el pecho agujereados del Único Hombre que ha sido inocente. Bernanos decía que “nuestros pecados ocultos envenenan el aire que otros respiran”. Si por un momento se nos diera conciencia de nuestras claudicaciones, el índice de cada uno sería el primero en lanzarse a sí la acusación. Cuando Papini llega a juicio, en el relato de Gironella, y espera el veredicto de una figura gloriosa, es su misma humanidad de agonizante ciego y paralítico la que le pide cuentas.
Pero el razonamiento cabría también positivarlo, y a nuestros actos heroicos –el día que permanecimos incorruptibles o ejercitamos la caridad y la justicia- les saldría entonces al camino la fe que redescubrimos en un náufrago, el amor vitalizado en un corazón y hasta la caricia concreta del propio Maestro, que viene a saldar nuestros trescientos sesenta y cinco días de cirineo.
Lolo, periodista Santo.
Fundación Amigos de "Lolo"
Fuente de la Imagen:
Nicola de Silla
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