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miércoles, 26 de diciembre de 2018

El viejo Costalero



Tiene casi ochenta años y no puede evitar, dándose una escapada de su recorrido habitual, pasarse por el almacén de alguna hermandad esperando ver la salida figurada de aquella en los ensayos. Lo he visto más de una vez, con su cuerpo enjuto y delicado; con unas oscuras gafas de pasta, de cristales gruesos, que se me antojan de otros tiempos; y en alguna ocasión, por aquello de compartir momentos y porque la soledad le hacía méritos, me había comentado, entre esperas, sobre su pasado costalero.


La calle recoge la expectación de una costumbre que, cada año, no deja de ser una esperada novedad. En las aceras, el capataz iguala a su cuadrilla ante la mirada curiosa de algún niño que, sin saberlo ni él ni el resto, entra formar parte de la tradición de la ciudad. El murmullo de los que ya se concentran ante las puertas de aquel lugar, del que sale un particular y casi melancólico olor, va en aumento en tanto la guarda se hace plomiza. La ropa, dispuesta sobre las sienes de los que se disponen a tomar el pulso con la cerviz a la trabajadera. Los nervios. Los nervios de la primera vez; aunque hayan sido muchas las que hombre y madera se hayan sentido. Algunos ya se colocan. Las piernas semiflexionadas, el torso quedo, los brazos tensos, como una preciosa escultura apolínea semioculta bajo las insípidas andas desnudas de oropeles y terciopelos.

Suena, casi haciendo un extraño eco desde el interior de aquel local, la llamada. Golpes secos y seguidos que es voz de mando sin articular palabra. Suena como no es capaz de imitar percusión alguna. Suena a esto ya está aquí, ¿qué esperas para despertar del sueño? Así es como tiene que vibrar el azahar al abrirse mientras se despegan sus pétalos. Uno, dos, tres… ¡Corola al cielo!

Arrastrar de zapatillas que hacen de su sonido melodía. Silencio. Un silencio imperturbable promovido por la hipnótica cadencia de aquella sinfonía hecha del esfuerzo de unos pies sobre el suelo.

Ordena el capataz de nuevo poniendo aquel armazón en el camino correcto. «¡Vamos a moverlo! ¡Menos paso quiero!». Decreta, como separando las sílabas de forma medida, y es cada una un mandato en sí misma. Cuerpos enhiestos.

Tiene casi ochenta años pero aguanta, apoyado en una valla, rodeado de un ambiente como de primavera en pleno enero. Aún recuerda cómo acudía por necesidad a las igualás, no pocas improvisadas. Eran otros tiempos; tan distintos que hasta el frío era frío. Tan distintos, que encontrarse con aquellos viejos maderos de las parihuelas era motivo serio. Era un jornal más, un ahogo menos; que ya se sabe aquello de que «las penas con pan…». Qué oficio más duro el de aquellos costaleros que se revestían de la paciencia, sin importar el color de la arpillera. Ay, siempre cargando cruces aquellos cirineos.

No es mala cosa que hayan cambiado los tiempos, y que quienes se entreguen bajo los travesaños ya no sea por penuria, sino solo por ser cristianos. Convertir los andares por las vías abarrotadas en verdaderas obras de arte ensayadas. Desde Pureza, Triana; aires romanos por la Calzada; por el Tardón, San Gonzalo o Sentencia por Resolana; por el Porvenir la Paz o por el Postigo, las Aguas. Dejar un legado no escrito al pueblo que se estremece con la mirada emocionada.

Existe la duda –o la certeza– de si el mundo del costal no está recibiendo más protagonismo del que debiera; que hasta desfile de moda al uso ha habido, y es un capataz casi un espectáculo, llamador en alza, con su verborrea. Hermandades con listas de espera de aspirantes a poder dar, por primera vez, una chicotá a aquella devoción a la que le da gracias o le cuenta sus desvelos. Aspirantes tan solo por querer probar qué es aquello. Aspirantes, por qué no decirlo, porque lo necesitan como un incontenible deseo. ¿Aspirantes también al postureo? Porque, para qué obviarlo, salir bajo los faldones también tiene su encanto.

Ahora son las tecnologías las que avivan la llama, nunca apagada, de estos. Y hasta audiovisuales se editan, con frases inspiradas –más o menos atinadas–, para favorecer el anhelo. Postureo 3.0 que alguno, rancio en su empeño, diría con no poco choteo y que en las juntas de gobierno, por eso del «por favor, seamos formales», ponen el gesto del Pilato macareno.

A sus ochenta años –Antonio se llama– no puede evitar que por la espalda le recorra un escalofrío al sentir, ya sin probarlo, el trabajo ajeno que puede adivinar sobre sus cuellos. Han cambiado los motivos por los que ser, pero no los sentimientos.

Una vez me preguntaron, siendo yo en mi tierra gaditana cargador, que explicase, más allá de lo evidente y lo de siempre, qué sentía en tal labor: «La poesía del verso sufrido y en silencio» (otra vez ese silencio), contesté en un arrebato de lírica inspiración, pero tanta como sentida. Podía comprender a aquel jubilado casi de todo porque, en aquellos quehaceres, también lo era yo.

Antonio, con la tarde ya casi enlutada, siguió su camino con paso lento, casi como racheando, mientras escuchaba, ya a lo lejos, tres golpes de martillo y una voz que ordenaba; y por un momento, de nuevo, ante aquella llamada, estoy seguro, la piel se le punteó. Como a todo costalero.

Texto de Juan Antonio Carrasco Lobo
publicado el 2 febrero de 2018 en Sevillainfo

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