A los pies de la gruta de Lourdes, Lolo peregrino-enfermo, le dijo a la Señora: «Te ofrezco la alegría, la bendita alegría». Y la Señora sembró y multiplicó en él la semilla de la alegría, del buen humor, que él trasmitía a quien se acercaba a su sillón de ruedas. En Lolo creció una dimensión de su vida que fue hacer de lo extraordinario (que eran aquellos grandísimos dolores de su enfermedad; su médico le decía «eres el enfermo grave que goza de más buena salud»), hacer que aquello extraordinario pareciera «ordinario» por la normalidad rutinaria con que vivía sus circunstancias terribles. Lo extraordinario de Lolo es que aquella situación tan dura él la convirtió en «aparente» normalidad. ¡Como si fuera un hombre sano y fuerte! Era como un Job del siglo XX.
Hasta su casa se llegaban personas de toda clase social y condición: intelectuales y trabajadores; sacerdotes y enfermos... Pero sobre todo eran jóvenes los que mas frecuentaban su amistad. Para ellos tenía Lolo una sensibilidad especial. Para ellos era «el amigo siempre alegre, el comunicador de alegría». Dice de él uno de aquellos jóvenes: «Afectuoso, sonriente..., se interesó por mi vida, por mi familia, por mis proyectos, por mi trabajo...; me sinceré con él y le conté toda mi vida y mis inquietudes; y me habló de un Dios PADRE que comprende y perdona; me habló de la necesidad de dar testimonio cristiano, de lo indispensable que es el amor por los demás...y yo cada vez que lo visitaba me iba sintiendo más alegre, encontrando la felicidad que yo buscaba...». Y así se expresan muchos de los jóvenes que se acercaban hasta él, estudiantes jovencísimos o mineros de Linares, universitarios, oficinistas... El corazón de Lolo era tan grande que cada vez le iban entrando más y más amigos.
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